Laura nunca existió

Yo soy un niño, pero es que el médico y mis padres se equivocaron cuando nací.

Estaba embarazada de nuevo. Mi gestación fue perfecta, igual que la anterior, nueve meses maravillosos en los que yo veía ilusionada cómo mi barriga crecía. ¡Qué excitación en mi alma y qué ganas de tener a mi hija en brazos! Sí, me habían dicho que era una niña. Ya no sólo porque se veían sus genitales con vulva en las ecografías, sino porque la ciencia me lo corroboró en los resultados de la amniocentesis. Con tres semanas de antelación llegó Laura y finalmente vi su carita perfecta y pude besar sus enrojecidos mofletes. Pasaron los días, las semanas, los meses y un par de años, en los que yo la envolví en apariencia de niña, la vestí con primorosos vestiditos y le ofrecí los juguetes de su hermana. Dejé que su pelo creciera y se lo acicalé con trenzas, lazos y coquetas horquillas. En esos primeros tiempos, ella era una criatura dependiente y carecía de autonomía y, por lo tanto, yo le gestioné su vestimenta, así como sus juguetes, cuentos y disfraces. Laura dejó de ser bebé, se fue desarrollando y creció, y yo empecé a observar… a la hora de los juegos su querencia se decantó por camiones, candados, espadas, herramientas y diferentes artilugios que implicaban un rol masculino. Cuando tuvo autonomía para quitarse la ropa, empezó a deshacerse de faldas y rastros asociados a un rol femenino, y para solucionarlo, ella misma se confeccionaba sus estilismos con una capa del cajón de los disfraces, una pajarita en el cuello o viejas corbatas que encontraba por casa. Yo la dejaba hacer, pensé que eran juegos, cosas de niñes, y nunca le puse obstáculos para que ella se desarrollara de acorde a sus gustos y preferencias. Cuando tuvo capacidad para expresarse oralmente con regularidad se refería a sí misma en masculino, y una vez me dijo: “¿Mamá por qué no tenes una pajita mágica para hacerme niño?” (¡Ni siquiera sabía hablar aún con soltura pero con tres años ya sabía perfectamente quién era!) Aquella revelación me llamó poderosamente la atención, y apunté en un cuaderno la fecha y la frase exacta.

Pero las reivindicaciones de Laura no pararon allí, cada vez con más asiduidad me decía que era un niño, un hombre a veces. Y yo seguía observando y apuntando en mi cuaderno. Son cientos de anécdotas que podría plasmar aquí, relatando sus querencias y requerimientos hacia lo masculino, sus actitudes varoniles, y sus rechazos hacia todo lo que tuviera que ver con niña-rosa-femenino. Lo que me hizo entrar en alerta fue cuando me preguntó por su pene: “¿dónde está mi pito si yo soy un niño?” En ese momento un escalofrío recorrió mi columna de punta a punta. Con cuatro años la llevé a la pediatra, ella me tranquilizó diciéndome que una niña con esa edad no era consciente aún de su identidad ni podía reclamar esas cuestiones, no obstante me remitió a La Unidad de Psiquiatría Infantil. Lo hice, ¿qué iba a hacer?, estaba perdida, sola, sin referentes, sin información. Después de varias visitas, el profesional dictaminó que no pasaba nada, todo era normal: la niña, al haberse criado en una familia de padres separados, había adquirido el rol masculino para suplir la carencia de la figura del hombre en el hogar. A mí aquella conclusión no me cuadró pues, aunque Laura nació estando yo ya en mi propia casa, el contacto y la convivencia con su padre era algo asiduo, intenso y diario. Pasaron dos años y yo, aunque seguía tratándola en femenino, la dejaba hacer y manifestarse tal como quería, pues un instinto natural me fue indicando que yo debía dejarla expresarse libremente. Tenía el pelo a la altura del cuello, vestía de chico, usaba calzoncillos, bañadores y disfraces de niño, y equipaciones de futbol.

Laura fue creciendo, evolucionando, y cumplidos los seis años sus reivindicaciones cada vez eran expresadas con más angustia y frustración. Cada noche a la hora de dormirla, nuestras conversaciones se convirtieron en interminables. Yo la escuchaba decirme (a veces llorando): “Mamá, ¿por qué la naturaleza me ha hecho así?” O también otra manera como lo expresaba era: “Si yo tengo cabeza de niño… ¿por qué tengo un cuerpo de niña?” E insistía: “¡Yo soy un niño!”. Yo navegaba perdida y sola, sin saber cómo actuar y cómo aliviar su angustia, pero intentaba consolarla con verdades enmascaradas. De nuevo a la pediatra, ¡Ayuda, mi hija es un niño!, pero ella me dijo que en su trayectoria profesional nunca había visto algo así, y me advirtió discretamente de que yo me estaba precipitando. De nuevo me remitió a la Unidad de Psiquiatría infantil. El psiquiatra me dijo que trataría a la niña y después de algunas visitas dijo que él no estaba puesto en estas lides y me ofreció contactar con alguna asociación o colectivo relacionado con personas transexuales.

Investigué, escarbé, busqué información, y en ese momento, ese mar en el que yo navegaba sola, sin rumbo definido, con muchas incertidumbres y llena de confusión, se encrespó aún más, convirtiéndose en un inmenso océano oscuro lleno de tempestades y de miedos. Cuando le puse nombre a la realidad de mi hijo, hice un soberano esfuerzo para recordar qué era lo que yo sabía anteriormente sobre la transexualidad y me di cuenta de que no sabía prácticamente nada. De repente me di cuenta de que la transexualidad era una realidad que había pasado desapercibida para mí. Entonces, me empapé de información, artículos, ponencias, estadísticas, leyes, protocolos, estudios, y de testimonios y de historias exactamente iguales a las de mi hijo. Y aunque ya sabía sobre qué mar navegaba, las aguas me parecieron cada vez más revueltas y desalentadoras.

Y afortunadamente Chrysallis llegó a mi vida en un momento de desesperación absoluta. Creo que no hace falta que relate cómo es la desazonadora y asfixiante sensación que produce el intuir que un hijo probablemente no vaya a tener una vida fácil. Pero, al menos, de repente ya no estaba sola. Mi primer contacto fue con María José, una conversación entrecortada y ahogada en hipos y lágrimas. No creo que ella, a día de hoy, sepa lo que significó para mí aquella llamada, el sentirme orientada y acompañada me hizo ver a través de otro prisma y sentir algo de calma. Luego Carmen, mi maravillosa madrina, que me alivió y con paciencia y sabiduría consiguió matizar mis temores. Temores e inquietudes que evidentemente siguen ahí pero que, poco a poco, se van asentando y serenando. Tiempo, todos necesitamos tiempo para procesar, asumir y hacernos fuertes. Mi hijo Laura conoció a su hijo y de repente vio con gran excitación que lo que él pretendía era posible. “¡Se podía ser niño, vivir como niño y que les demás te vieran como niño!” Con firmeza y decisión reclamó una vez más su identidad sentida, pero su excitación inicial iba y venía dependiendo de la valentía que tuviera en cada momento. Chrysallis, a partir de ahí caminé al lado de decenas de familias que vivían lo mismo que yo. Alivios, ánimos, esperanza, avances de nuestres hijes, celebraciones, aunque también momentos de tristeza y desahogo… información de primera mano y en directo. La constante comunicación con elles me hizo (y me hace) ser más fuerte y encauzar mi desasosiego de una forma más templada.

¡Y de repente reparé en que yo tenía un hijo de seis años que aún no tenía nombre! Aunque él siempre fue un niño feliz, despierto y vivaracho, observé que en esos últimos tiempos estaba taciturno, malhumorado y triste. Todas y cada una de las noches, la hora de acostarlo seguía siendo un reto para mí. Contestar a sus preguntas y aliviar sus frustraciones: “¿Me saldrá la nuez en la garganta?” “Mamá, de mayor yo no quiero quedarme embarazado” “Me podré cortar los pechos si me salen” “¿Cómo voy a hacer pipí en el wáter si no tengo pene?” Entonces tuve que apaciguar sus miedos y sus incomodidades vitales con consejillos improvisados que siempre dieron buenos resultados. Pasaron los días y por fin… ¡Luis! A ratos se envalentonaba y reclamaba con alegría su nombre elegido pero después de unos minutos venía cabizbajo y decía: “¡Mamá, es que se van a reír de mí, yo quiero seguir siendo Laura!” “¡Me da vergüenza por el cole!”. Este vaiven de identidades se dio con frecuencia durante unas dos semanas, pero no porque él tuviera duda alguna sobre quién era, sino porque intuía el revuelo social que podría provocar su tránsito. Yo no podía forzar la máquina, ni quitar, ni poner; era él quien tenía que ir marcando sus avances, y yo de cerca le observaba y le daba su espacio para que él tomara las iniciativas. Y durante este tiempo, a la hora de dirigirme a él, yo no le asignaba ningún género, me ceñía al neutro para no forzarlo. Luis aparecía y desaparecía a intervalos alternos, dejando cada vez menos lugar a Laura. Él usurpaba a pasos agigantados lo que le correspondía por derecho, y ya reclamaba su identidad de una forma imparable e incuestionable. Cuando se cortó el pelo muy corto se afianzó de tal manera y cogió tal poderío que Laura desapareció para no volver nunca más. Recogí los pocos vestigios femeninos que había en su cuarto y, con esmero, los guardé en un cajón de mi habitación, como cuando alguien recoge las pertenencias de un ser amado al que sabe que nunca más va a volver a ver porque ya se ha ido para siempre… Y yo lloré, he de reconocer que yo sentí ese paso definitivo como una pérdida. Sentimientos muy definidos, pena, desazón y un vacío irremplazable. La psicóloga que me ayudó a apaciguar mis trances intentaba que yo racionalizara esa sensación: “Pero no tiene sentido que llores con amargura una pérdida, ¿qué pérdida? ¡Laura nunca existió, él siempre fue Luis!” Y es verdad, él siempre fue Luis…

Luis poco a poco va contando a sus amigues y familiares que él es un niño. Llega poderoso, alegre y henchido de felicidad cuando me cuenta que ya se lo ha dicho a su profesora, a tal o cual niño, a su prima…. Yo he estado presente en algunas de las ocasiones en las que se ha producido esta mágica y liberadora revelación, y es un momento que me llena de orgullo. Él lo explica claro y conciso: “Yo soy un niño, pero es que el médico y mis padres se equivocaron cuando nací. Yo soy Luis”

Seguimos caminando…

2015